¡Cuántas cosas! Leerlos convoca una
emoción cercana que al mismo tiempo me urge y me alegra. Antes que nada, la
pena por nuestras venezolanas. Ellas están sufriendo y este blog con ellas.
Luego la precisa evocación de Paco. Qué personaje tuvimos el privilegio de
tener con nosotros. La última vez que me escribió, entraba a mi buzón como
Francisco Céspedes, me dijo que iba a algo muy arduo y que había dejado una
carta para mí. Se ve que la dejó escondida, porque no me ha llegado. De todos
modos, él aquí anda, con su paso inteligente y su mirada buena. Teresa nos ha
contado que renunció a una esperanza y que está triste y que no es ella la que
cedió. Yo le he dicho por correo: “tú eres la otra y eres la que renunció y eres la del sauna. Pero sobre
las tres eres la que cuenta a esas tres. No te entristezcas, eres una mujer
fuerte y audaz”. Manu dice que duda de mi regreso al blog. Tiene razón. No he
dado pruebas en contra, pero he de darlas. Igual que ha de irse, para mi pena,
el calor que agobia a nuestra Beatriz. A mí el calor me gusta. Así que aquí les
dejo un recuento de mi mirada en estos días.
Punto y aparte:
Es abril y hace un mes que estallaron las
jacarandas.
Con el aire cruzando sobre su tenue azul,
hará calor y estará en todo lo alto lo que a muchos nos parece la mejor época
del año. La ciudad pierde el pardo que suele acompañarnos a lo largo de meses
aciagos para el horizonte. Hasta el ruido de espanto con que cruzan los
aviones, sobre las casas del barrio, se atenúa. Porque uno puede salir a
caminar la calzada que riegan las primeras flores dormidas en el suelo.
Hay épocas que nos llevan a la infancia.
Y meses en que la juventud, o su memoria, toman todos los días y nos alzan en
vilo. Abril me lleva sin remilgo a cuando aún estaban vivos mis primeros
muertos y su presencia, -como la eternidad-, era un cobijo imposible de
apreciar. Del todo inverosímil que no existiera. Como ahora a tantos les parece
inverosímil que alguien se atreva a desafiar la certeza de que Bernal Díaz del
Castillo fue un soldado sencillo, pero genial, que puso ante nosotros una
emoción imposible de imaginar sin su ayuda. La ciudad milagrosa que vieron por
primera vez quienes luego vendrían a ser, también, para reivindicación de una
pitonisa llamada Malinche, la mitad de nuestros antepasados. Que si Bernal fue
Cortés. Yo qué sé. Para el caso de la paternidad, da igual.
En mi abril de hace cuatro décadas, el
puente que parecía infranqueable era el que conducía a la libertad. Bajo las
jacarandas: adivinar, desvelarse. Bajo las jacarandas: la urgencia de correr a
donde el mundo fuera promisorio de muchos modos, no sólo de uno. Porque la
promesa de casarse, -bien, mal o regular- estaba, sin duda, en la bitácora de
lo que podría ser la vida. Lo demás no. Ser periodista, no. Ser escritora, no.
Ser cantante, menos. Tampoco parecía
probable ser azafata, profesión que hoy me asusta, pero entonces quería yo a
toda costa subirme a los aviones, ir a otros lugares haciendo algo que no
parecía trabajo. Ahora sé que si alguien trajina en la faz del aire, son ellas.
En cambio en esos años conocer Italia y Sevilla, a cambio de servir la cena y
el desayuno no me parecía arduo. Pero, azafata, impensable. Ahí nada podía yo
intentar con el humillante uno cincuenta y ocho que medía. Además, hacer eso
quedaba en otra parte. Lejos. Bajo otras flores moradas. La juventud en cambio
estaba en la esquina de enfrente, en el profesor de italiano que dijo ser mi
novio porque no podía decir que ya era novio del otro profesor. Él me llevó de
la mano al teatro y sin que tocara nada más, --con sólo ser distinto y saber de
Roma en las tardes-, sentí entre las piernas el corazón que para allá se baja a
palpitar cuando el sexo despunta dándonos la sorpresa. Como las jacarandas.
El profesor tenía un nombre espantoso que
supongo inventó para ser más interesante. Tenía la piel oscura. Las facciones
toscas y cinco centavos en su futuro económico. Por fortuna no fue por eso que
lo perdí, sino porque apareció en escena mi tía Julia y me desalmó diciéndome
que el muchacho no se acostaba con mujeres.
Entonces, casi todos los hombres jóvenes
tras besar a sus novias visitaban la calle noventa. Un lugar remoto, en las
afueras de la ciudad y sin duda en otro mundo, al terminar el trazo de los
ángeles en el centro de la heroica Puebla. Y aquello que sabíamos a medias las
niñas bobas, doña Julia Guzmán aseguraba que él no lo hacía. “Eso está bien”,
dije yo casi presumida de haber hallado un tipo así. “Se acuesta con hombres”,
informó ella con la picardía jugando en sus labios, perspicaz, como era.
Iba a Puebla de vez en cuando cargada con
el tesoro de todo lo que yo ignoraba. Había escrito una novela que tituló
“Divorciadas”, lo que sin duda no le consiguió lectores. Nadie le había hecho
gran caso. Creo que el desaire sí le afligió, pero no lo decía. Yo la quise
tanto como me deslumbraba, pero luego he sabido que no muchos más lo
consiguieron. Así son las jacarandas, le hablan a cada quien distinto. Mi
extravagante tía abuela, escritora de telenovelas, traductora de obras de
teatro, amiga de la irreverencia y, en el fondo, solitaria, me dejó muda.
Entonces no se decía gay, ni homosexual. Se decían sustantivos, como insultos,
que ella nunca nombró. Era sólo que el muchacho se acostaba con hombres y que
yo, hasta esa tarde, a los diecisiete, viéndolo actuar en el pequeño teatro al
que llevé a mi tía para saber si por fin alguien lo aprobaba, supe que esas
siestas podrían ser tan ambicionadas como las que casi todo mi mundo imaginaba
para después de una boda con muñecos de pastel hombre-mujer. Ahora me da risa
contarlo: en ese mes de jacarandas, hace mil años, la experta voz de Julia
Guzmán me quitó la primera virginidad. Había hombres que dormían con hombres y
ni yo ni el pañuelo de mi mundo lo notamos. Sentí más alivio que congoja. Luego
la tía y mi tranquilo asombro se fueron a caminar bajo las jacarandas del
parque de San Francisco. Mi pretendido tenía novio, con razón era renuente y
dispar. Nada como las penas de la juventud vistas de lejos. Todas, menos la que
al poco tiempo se abrió como un agujero sin remiendo. Pero de ese penar ya he contado de más. Ahora estoy a mucho más
tiempo de haberme vuelto huérfana del que falta para que mis hijos sean
huérfanos. Aunque viviera noventa años, no alcanzaría a juntar tantos meses
como los que han pasado desde entonces.
Así que he de volver a lo de hoy. A las drásticas, efímeras jacarandas.
Pensando en una primavera más cercana,
pero también antigua ella y joven yo, recuerdo el desafío de Antonio Hass, un
hombre cuya erudición volvió de Harvard a Sinaloa, sin más deseo de compartirse
que el de ir platicando bajo el eterno
clima de abril de un pequeño
rancho.
La juventud…-empezó Toño. Perderla tiene
su gracia. Decía Buñuel: por fin matas al perro del deseo. -¿Cómo dice el poema
de Darío tras lo de “Juventud divino
tesoro que te vas para no volver cuando quiero llorar no puedo y a veces lloro
sin querer” A que no lo sabes.
--Claro que no lo sé, dije. Mi libro de
la prepa terminó ahí el ejemplo.
_Así hacen en la escuela, podan lo
extraordinario. Que la juventud es un tesoro, gran lugar común. La gracia viene
después: Plural ha sido la celeste
historia de mi corazón, dijo.
¡Santo cielo! hasta las jacarandas
envidiaron tal juego. Y todos a callar: Antonio, el paisaje, sin duda yo. Debió
ser plural y complicada la historia celeste de los amores de Antonio Hass.
Tampoco de ella hablaba aquel eterno soltero guapo, tan cerca de la literatura
y el piano. Tan lejos del matrimonio y de nombrar a esto que por fortuna ya se
puede nombrar bajo las jacarandas. Hay hombres que despiertan junto a hombres y
mujeres que sueñan con mujeres, en la misma cama. Para su dicha y la de quienes
los queremos, viven en paz. Aunque su matrimonio, como dijo el burro ministro
del Interior en España, no garantice la perviviencia de la especie. Como si la
especie estuviera de presumirse. Bien dice Daniela, mientras cepilla a un
caballo: “la especie humana está sobrevaluada”.
Muchas veces tiene razón. No cuando uno
visita la Rotonda de los hombres (ahora personas) ilustres, para ver las
jacarandas que ahí florean alrededor de una llama y las tumbas de personajes
cuya existencia alivia recordar: Juan Ramón Jiménez, Rosario Castellanos,
Agustín Lara, Amado Nervo. _Besarse
entre sus tumbas, _dice la amiga con que voy_ fue para mí una ceremonia que
siempre evoco cuando me urge un amuleto.
_¿Besabas novios en la rotonda?_ le
pregunto.
_¿Cómo se te ocurre? Besar ahí equivale a
un sacramento. Sólo a un novio besé en
la rotonda. Eso, sí, muchas veces.
La oigo y se lo creo. Recuerda que fue
por estos climas, que cuando se le olvida, casi nunca, vienen las jacarandas y
le recuerdan la fronda de aquel bautizo. Es cursi, mi amiga, ni modo. Tiene mi
edad y sigue padeciendo calenturas en abril. Hay quien conserva el privilegio
del deseo, como un perro que a todo sobrevive. Dichosa ella. Y las plurales
jacarandas.